Me llamo María, soy catedrática de universidad y tengo dos hijas. Durante 15 años mi marido me maltrató: yo sólo le rogaba que no me pegara delante de las niñas. Decidí buscar ayuda cuando nos amenazó con matarnos a las tres. Lo que me dio fuerza para salir era pensar que la vida de mis hijas corría peligro. El maltrato físico se olvida, pero el psicológico deja secuelas para siempre. Han pasado diez años y sigo en tratamiento por estrés postraumático, es incurable. Las víctimas de la violencia de género lo padecen, de igual forma que los supervivientes de una guerra. Ésta es mi historia.
Me casé enamoradísima y pensaba que era el hombre ideal. Profesor universitario y, a la vista de los demás, muy educado. Poco a poco empezó a criticar que todo lo hacía mal, que era una inútil, afeaba mi conducta en público, me culpabilizaba y machacaba mi autoestima. Los insultos y las humillaciones fueron en aumento y el maltrato era social, sexual, afectivo, económico, laboral… En el ámbito sexual, unas veces me rechazaba, otras me agredía o me utilizaba. En el laboral, no me dejaba trabajar y todo eran obstáculos. Con el dinero, intentó arrebatarme todo y que me viera en la miseria, mientras él llevaba otro nivel de vida.
El maltratador te destroza, te anula. Estás anestesiada, hundida y no eres capaz de reaccionar ni de darte cuenta de lo mal que estás. Controlaba mi teléfono, mi correo electrónico, con quien hablaba o cuándo salía de casa. Al principio yo interpretaba esas señales como una muestra de amor.
La violencia se disparó en el primer embarazo, porque ahí supo que me tenía atada. Le denuncié en el 2000. Nadie entendía nada y, de hecho, fui con él a quitar esa denuncia porque estaba inmersa en el ciclo del maltrato: agresión-luna de miel-arrepentimiento-agresión. Me pidió perdón y no le di importancia.
El error es pensar que hablando se soluciona todo, porque es al revés: Cada vez hay más violencia y de mayor intensidad. La convivencia era un infierno: gritos, golpes a las puertas, destrozaba platos, vasos…me empujaba, me daba bofetones y tenía celos patológicos. Si estaba enferma, no me ayudaba. Si era mi cumpleaños o navidades, se ponía insoportable y no me dejaba celebrar nada.
No te das cuenta y te aisla. No aguanta a tu familia, se pelea con tus amigos o vecinos y rechaza a tu entorno. La realidad es que la sociedad invisibiliza la violencia: Uno de mis hermanos se dio cuenta de que algo pasaba y mis vecinos llegaron a temer que nos hubiera matado, pero nadie intervino ni dijo nada jamás.
Resulta muy difícil reaccionar al miedo, pero llegó un momento en que tenía pánico. Me agredía delante de las niñas y cuando me iba a trabajar decía que al regreso iba a tener dos cadáveres en la mesa. Hasta que no veía a mis hijas, casi no podía ni respirar. Los gritos eran insoportables y tenía que usar tapones de submarinista en casa para no escucharle. Un día vi que estaba enloquecido, me quité los tapones y estaba diciendo que nos iba a matar a las tres. Comprendí que de verdad estábamos en peligro. Decidí no aguantar más.
Fue en 2003, cuando puse la segunda denuncia. A continuación ingresé en el centro de recuperación integral de la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas, un lugar de referencia en el mundo. Gracias a Ana María Pérez del Campo, empezó otra vida para mí. Allí encontré a periodistas, pintoras y también a dos profesoras de mi universidad. Llevo 10 años en un esfuerzo titánico para superar las secuelas de la violencia.
Una de las cosas que más me llamó la atención en el centro es que todas las mujeres eran muy buenas personas, generosas, con un gran corazón y con valores. Y ése es el común denominador. No influye en nada ser de un partido político, una clase social, un país o profesar una determinada religión. Es curioso que en España, cuando la víctima del asesinato machista es una mujer de un entorno social más favorecido, como ocurrió con la jueza de Barcelona, los medios informan de forma muy solapada.
Mi ex sigue ejerciendo como profesor de universidad. Fue condenado por violencia de género, con órdenes de alejamiento de su pareja y de sus hijas. Se ha vuelto a casar y tiene otro hijo.
Con respecto a mí: me encanta mi trabajo en la universidad, tengo dos hijas maravillosas, una buena casa y salud. Pero lo mejor de mi vida es que he salido de la violencia, con la ayuda del centro. Ahora sí que puedo decir que mi vida es digna, feliz y que disfruto de todo. He superado una gran amargura y un sufrimiento atroz. De la violencia y de la indignidad se puede salir.
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